lunes, 17 de agosto de 2009

EL DIA QUE MATARON A RODRIGO LARA BONILLA

A las 7:30 de la mañana del lunes 30 de abril de 1984, el entonces ministro de Justicia, Rodrigo Lara Bonilla, recibió una llamada telefónica en su oficina. Era un alto mando militar que le informaba que tenía datos sobre un atentado contra su vida. A diferencia de otras oportunidades en las que había asumido con calma este tipo de situaciones, el ministro estuvo alterado y nervioso. A las 6:50 de la tarde cuando salió de su despacho y abordó el Mercedes-Benz blanco que tenía asignado y que era conducido por Domingo Velásquez, sus escoltas en dos Toyotas Land Cruiser, una gris y otra blanca, lo seguían.
A las 7:15 de la noche, cuando la caravana estaba en la avenida 19 con calle 127 de Bogotá el ministro llamó a su casa y habló con el mayor de sus tres hijos, Rodrigo, quien tenía 8 años. Le dijo que estaba en medio de un trancón. Lara le pidió a su conductor que intentara salir de la congestión y en esa maniobra, el Toyota blanco que iba adelante quedó atrapado en el tráfico. El Mercedes continuó custodiado desde atrás por el Toyota gris. Cuando iban sobre la calle 127, cerca de la avenida Boyacá, sonó un estruendo.
Velásquez aceleró sin mirar atrás. Su objetivo era llegar a la casa del ministro cuanto antes. Por unos segundos creyó que nada grave había pasado, pero cuando miró por el espejo retrovisor vio a Lara Bonilla tendido. Poco después, al llegar a la casa vio el asiento trasero inundado de sangre. El conductor no supo qué pasó. Pero los escoltas que venían detrás del Mercedes sí.
Poco antes de llegar a la 127 con Boyacá, una moto roja apareció sorpresivamente y se acercó al carro. En segundos, el parrillero vació sobre Lara el proveedor de una ametralladora Ingram. Siete proyectiles dieron en el blanco: tres en el cráneo, una en el cuello, dos en el pecho y otro en el brazo derecho.
Los escoltas de la Toyota gris dispararon contra los sicarios y se inició una persecución digna de Hollywood. Varias cuadras más abajo, los escoltas estaban a menos de 100 metros de los asesinos. Entonces el parrillero giró su cuerpo y lanzó una granada contra el Toyota, pero estalló lejos del vehículo. La contorsión del sicario y el pavimento mojado hicieron que los asesinos perdieran el equilibrio y cayeran. Iván Darío Guisado Álvarez, el que disparó, murió instantáneamente como consecuencia de fracturas en el cráneo. El conductor de la moto, Byron de Jesús Velásquez Arenas, resultó herido cuando la moto le cayó encima y fue capturado. Los narcotraficantes que habían pagado por el atentado creyeron que con la muerte de Lara terminarían con el único y el mayor de sus problemas.
En medio de un debate en el Congreso, al cual asistía el ministro Lara, el representante Jairo Ortega presentó la fotocopia de un cheque de un millón de pesos que el narcotraficante Evaristo Porras había girado a nombre de Lara el 20 de abril de 1983. Lara, confundido, se apresuró a desmentir los hechos, asegurando que no conocía a Porras. La mafia, que lo consideraba su principal enemigo, le había tendido una trampa muy bien orquestada. Días después apareció la grabación de una conversación del ministro con Porras, con la cual Lara quedaba desmentido.
Ese episodio cambió radicalmente la carrera política y el destino de Lara y del país. Lara pasó de ser la estrella del gabinete a convertirse en centro de la controversia nacional.
El ministro arremetió contra los capos, reviviendo procesos penales que habían caído en el olvido, denunciando la presencia de dineros calientes en distintas actividades y ordenando el decomiso de decenas de avionetas de las que se sospechaba que eran utilizadas en el narcotráfico.
Gradualmente, la opinión pública dejó de ver a Lara como el hombre acusado de recibir un cheque de Evaristo Porras y pasó a considerarlo “el primer colombiano que tuvo el valor de sacarle los trapos al sol a la mafia”. Eso fue algo que los capos no le perdonaron y que pretendieron detener cuando ordenaron la muerte del ministro.
El asesinato de Lara tuvo enormes implicaciones. Poco después de su muerte, el gobierno cambió su actitud frente al narcotráfico. En su discurso durante el sepelio de Lara, el presidente Betancur pronunció varias frases que empezaron a delinear la posición del Estado frente a los narcos: "¡Colombia entregará a los delincuentes solicitados por la comisión de delitos en otros países".
Cuando el Estado manifestó su intención de aplicar la extradición de colombianos a Estados Unidos, los narcotraficantes recurrieron a un tipo especial de violencia: el narcoterrorismo, o sea, ese fenómeno que hoy en día todavía continua provocando tantas muertes en Colombia.