viernes, 6 de abril de 2012

Durante nuestra visita a Moscú, cenamos en el Café Pushkin. El edificio, la decoracion y la comida resultaron encantadores. Una bellisima experiencia. Comida (típicamente rusa) muy buena y variada: salmón blanco de Siberia, varenikis y pelmenis de todo tipo, tartars, filete stroganof, borshch, etc. servicio excelente (muy atentos) entorno agradable y con un toque clásico. El precio de las bebidas es desorbitado. Claro que es suficiente tomarse un cafe o un chocolate en la planta baja y puedes recorrer el local y subir a ver el piso de arriba porque es precioso,una biblioteca y ambiente del siglo XVII.El lugar es increible, la arquitectura y decoracion son impecables. Buena atencion y carta de vinos. La comida es muy rica, porciones un poco pequeñas y en general caro. Pero vale la pena conocer el lugar!No se puede estar en Moscu y no comer o cenar en este restaurante. El interior es precioso, te transporta al siglo pasado antes de la revolución.. Por decir algo que deben mejorar, lo se siempre en Rusia, hablan muy poco ingles. Para comunicarse con los meseros. Corrían aires de cambio en 1990. Como llevado de ellos, Mijaíl Gorbachov entregó al gobierno de Polonia un voluminoso legajo de documentos con exhaustiva información sobre las masacres de Katyn, Starobelsk y Kalinin, en el curso de las cuales varios miles de oficiales y ciudadanos polacos fueron ejecutados por orden de Stalin. El sorprendente gesto del gobernante soviético, verdadero acto de mea culpa histórica, se complementó poco más tarde con las excavaciones llevadas a cabo en los lugares de la matanza por un contingente de voluntarios polacos y soldados del Ejército Rojo, quienes debieron sortear varias tentativas de sabotear las operaciones por el KGB. Todo un golpe para los defensores del viejo orden soviético: como si no fuera suficiente con los traspiés sufridos en materia internacional (derrota militar en Afganistán, insurrección de la Europa Oriental, creciente hegemonía de la superpotencia antagónica), la mencionada iniciativa de Gorbachov representaba un jalón de los más importantes en el proceso de revisión del pasado, el que los partidarios de la línea dura sólo podían concebir como un intento de difamar al Partido y al país.
La amañada versión oficial de la historia soviética perdía credibilidad a pasos agigantados. Jóvenes historiadores, renuentes a seguir los trillados pasos de sus antecesores, se sumergían en los archivos en busca de la verdad. Beneficiándose de la libertad editorial fomentada por la glásnost, reformistas y liberales podían ejercer a través de la prensa una insólita libertad de expresión. La publicación de libros de denuncia como los de Alexander Solyenitzin, Varlam Shalámov, Vasili Grossman y Evguenia Ginzburg, entre otros, contribuía a resquebrajar la monolítica consistencia del totalitarismo soviético. Faltaba la guinda de la torta. El mismo año de 1990, el borrador del primer volumen de una historia de la denominada Gran Guerra Patriótica –ad portas del cincuentenario del ataque alemán- provocó las iras de altos oficiales y funcionarios del régimen. Escrito por un equipo de investigadores encabezado por el general Dmitri Volkogonov, quien en 1988 había publicado una biografía bastante heterodoxa de Stalin (heterodoxa según los estándares soviéticos), el texto osaba indagar en las raíces del Gran Terror, que había dejado acéfalo al Ejército Rojo, y en las consecuencias del pacto Ribbentrop-Molotov. No era todo: el borrador restaba todo mérito a Stalin en el triunfo sobre los alemanes, concluyendo que la guerra había sido ganada a pesar de él (¡Blasfemia! ¡Anatema!). Era más de lo que podía soportar la facción reaccionaria, que veía cómo se le escapaba de las manos el monopolio de la construcción del pasado. Como señala Remnick, «cuando la historia dejó de ser instrumento del Partido, éste quedó condenado al fracaso».
La tumba de Lenin es la crónica de la consumación definitiva de ese fracaso, el que supuso el desmoronamiento de la Unión Soviética y el fin de la Guerra Fría. Su autor, el periodista estadounidense David Remnick (New Jersey, 1958), se desempeñó entre 1988 y 1992 como corresponsal del periódico The Washington Post. Publicado en 1993, el libro reportó a su autor la obtención del Premio Pulitzer. Desde 1998 Remnick es editor de la prestigiosa revista The New Yorker.
El libro se nutre mayormente de la proximidad del autor a los acontecimientos. Respira en sus páginas el necesario inmediatismo de la profesión periodística, sin ser una simple recopilación de artículos. Crónica es, ya está dicho; reportaje de largo aliento, si se quiere, y de los buenos: bien hilvanado, informativo, impactante y sumamente entretenido. La tumba de Lenin consta de materiales diversos, propios de la gran historia algunos de ellos, de la historia menuda los otros. Actores y hechos de los que llegan a constar en estudios y manuales se codean con situaciones y personajes de talla menor. Impresiones, anécdotas, imágenes que capturan el color local a la manera del clásico relato de viajes (uno de los capítulos lleva el significativo título de «Postales desde el imperio») se entreveran con ilustrativos flashbackshistóricos y con la relación de acontecimientos de gran envergadura: elementos todos que hacen las veces de instantáneas que reflejan eficazmente las tensiones y la inestabilidad por entonces reinantes.
El autor plasma multitud de escenas, episodios y semblanzas que configuran una valiosa panorámica de los días postreros del régimen soviético. En el muestrario de personajes tenemos a ilustres como Gorbachov y Yeltsin, Gromiko y Shevardnadze, el célebre disidente Andréi Sajarov y su mujer, Elena Bonner, Alexander Yakovlev («ingeniero de la revolución cultural conocida comoglásnost»), etc. Con ellos, personajes de menor jerarquía, algunos sin otro rango que el de simples ciudadanos de a pie que de alguna manera resultan representativos de las fuerzas en pugna. Los nostálgicos y las «viudas de Stalin», por ejemplo, como el caso de cierta mujer, profesora de química y comunista acérrima, aficionada a hacer la apología de Stalin en cartas que atiborraban los despachos de los medios de prensa; una de ellas fue publicada en el órgano del Partido y se ventiló como verdadero manifiesto del conservadurismo, causando alboroto en las más altas esferas políticas. Entrevistada por Remnick en la intimidad hogareña, la impresión que provoca esta mujer es la de un espíritu pasmosamente obtuso e inficionado del más burdo antisemitismo. O el grotesco caso del abogado jubilado de Jarkov, veterano de la Gran Guerra Patriótica que entablaba una serie de querellas contra intelectuales y periódicos que osaban denigrar a Stalin; sin percatarse de la contradicción, se consideraba calumniado porque cierto periódico calificaba sus métodos de estalinistas. También los hay de otra estirpe. Brilla con luz propia un joven de nombre Dmitri Yurasov, el que a los veinticuatro años (en 1988) era conocido por su minuciosa labor de investigación en torno a las víctimas del régimen soviético, tanto reclusos como ejecutados (con un impresionante fichero de 200.000 nombres, aún tenía mucho trabajo por delante). Pintorescos resultan los sucesivos encuentros del autor con un par muy disparejo de espías jubilados, vestigios de la Guerra Fría: un tal Yevgeni Ivanov, principal involucrado ruso en el «caso Profumo»; y Edward Lee Howard, ex agente de la CIA que en 1986 desertó a la Unión Soviética.
Entre los incidentes y factores decisivos de los que Remnick deja constancia figuran los siguientes: las pugnas entre reformistas y reaccionarios; la actividad de Monumento, movimiento que promovió la restauración de la verdad histórica y la dignificación de las víctimas del estalinismo (Sajarov fue su presidente nominal); la polémica en torno a la rehabilitación de Bujarin, personaje celebrado por el propio Gorbachov; las repercusiones del desastre de Chernobyl y el estado calamitoso de Magnitogorsk, «ciudad del hierro», joya de la industrialización soviética y una enorme catástrofe ecológica; los primeros atisbos de democratización; la gradual introducción de un capitalismo mezclado de prácticas mafiosas; el fracaso del Plan de los 500 Días, programa que procuraba revitalizar la moribunda economía del país; la insurrección de los Estados bálticos y Estados meridionales, partiendo por Georgia y Moldavia; el apogeo del nacionalismo ruso y de lo que parece ser su fatal apéndice, el antisemitismo; por supuesto, el fallido golpe de agosto de 1991, aquel que protagonizaran elementos de la línea dura y que, a la vez que propiciaba la hora más gloriosa de Yeltsin, acabó por desbancar al régimen. El libro cierra con los intentos del mermado Partido Comunista por justificarse y una caracterización del imperio en estado de desintegración.

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