sábado, 23 de octubre de 2010

EL INCENDIO EN EL EDIFICIO DE AVIANCA

El incendio en el edificio de Avianca en Bogotá, ocurrió el 23 de julio de 1973 no lo podré olvidar nunca en mi vida. Ese día a las 7:30 de la mañana, salí del Hotel Moderno, una modesta pensión; ubicada en la carrera 10 con calle 15, donde me había hospedado; una noche de enero, luego de recorrer todas las residencias de la capital con una maletica que traje de Barraquilla, soñando con estudiar en la Universidad Nacional.
El Moderno era un hotel modesto, pero aun así, yo no tenia con qué pagar como un huésped común y corriente y, por ello, doña Juana, la dueña, me alquiló un cuartucho al fondo sin derecho a nada. Nada es sin derecho a comida ni nada. Pero, como ningún hijo de Dios, muere boca abajo, como decía mi abuela, conocí a una cachaquita de nombre Ángela, quien se hospedaba en una habitación contigua a la mía y como que le caí bien; porque todos los días “en voz baja”, me daba parte de su comida.
Ángela ganaba bien, trabajaba en una oficina que quedaba en el Edificio de Avianca, una majestuosa edificación que estaba en la séptima y se iba a pie hasta el trabajo. Yo la acompañaba.
Esa mañana del 23 de julio de 1973 a las 7:30 de la mañana, cuando me levanté ya Ángela, se había ido y entonces yo salí hacia el Parque Nacional, donde solía encontrarme con un grupo de amigos costeños a jugar futbol.
Estábamos jugando en medio de aquel frío capitalino, cuando llegó Rodolfo Rivera, otro costeño, que después sería mi cuñado, a decirnos que en el edificio de Avianca, había un incendio. Corrimos a ver el incendio y recuerdo que por más de que le echaban agua, el fuego crecía y era tal el caos que nadie sabía qué hacer. Unos gritaban que abrieran las ventanas del edificio; otros, que las cerraran.
A los quince minutos llegaron los bomberos y lo primero que dijeron fue que las ventanas tenían que estar cerradas y que salieran de ahí cuanto antes porque no tenían ninguna protección. Yo recuerdo que estaba en el parque Santander, ahí al lado de los fotógrafos que le toman fotos a los turistas que van a ver el museo del oro, cuando vi que un hombre se lanzó de uno de los pisos mas altos.
A los bomberos les resultaba imposible controlar el incendio, porque las mangueras solo llegaban hasta el piso 12, así que todos veíamos impotentes cómo se quemaban todos los pisos desde el 14 hasta el 37.
De tanta agua que echaron los bomberos no solo se inundaron los pisos inferiores del edificio, hasta el sótano; sino que eso parecía un mar y eso fue lo que impidió que las llamas bajaran y se quemara el resto del edificio.
Yo me quedé viendo a sacar a la gente en helicóptero hasta la Plaza de Bolívar y luego me fui a ver los muertos. El primero cayó desde el piso 14 a la media terraza del segundo piso era un hombre y el otro que cayó en la plazoleta que da a la carrera séptima no lo vi.
Ángela trabajaba en el piso donde se originó el incendio, allí subí varias veces, recuerdo que habían muchas cosas almacenadas sobre una alfombra amarilla, donde ella se paraba para hablar conmigo de cualquier cosa. Un día mientras conversábamos sobre mi situación en el hotel, extendió la mano y me tocó. «Qué grande», dijo, supuestamente asustada, sentí que los huesos se me llenaron de espuma. Ángela no me hizo ninguna insinuación. Pero desde entonces siempre quería estar junto a ella, quería que me volviera a tocar y decir qué grande. Una noche fui a buscarla a su cuarto, me senté en su cama, sin pronunciar una palabra y ella me volvió a tocar con tanta libertad que aquel primer experimento con el sexo, me dio más miedo que placer. Recuerdo que después me vestí a tientas, oyendo en la oscuridad, la tos seca de doña Juana, en el cuarto vecino, empujé la puerta con la punta de los dedos para salir de aquella estrecha habitación, pero su mano con todos los dedos extendidos, tanteaba en las tinieblas, buscándome la cara y pese a que yo estaba en un terrible estado de agotamiento, me deje llevar nuevamente hasta su cama donde nos volvimos a quitar la ropa y nos zarandeamos al derecho y al revés, en una oscuridad insondable en la que le sobraban los brazos, donde no sabía dónde estaban los pies ni dónde la cabeza, sintiendo que no podía resistir más el rumor de mis riñones y el miedo, y el ansia atolondrada de huir y al mismo tiempo de quedarme para siempre amándola hasta aquella mañana cuando la Policía acordonó el lugar para que nadie entrara o saliera. En esas estuvimos varias horas. La fuerza pública argumentó razones de seguridad para no dejar salir a quienes quedamos dentro y nos tuvieron bajo custodia todo el tiempo, pensando que nos habíamos robado algo, pero no sabían que a mi era a quien el destino le había robado una respuesta que aun reclamo porque dijeron que hubo cuatro muertos y 63 heridos pero Ángela no apareció jamás.