EL DIA QUE REMATARON UNA CASA
Raúl
Mestre
Desde hacía
mucho tiempo mi madrina Lucilita, se había quedado en la calle, la casa donde vivió por muchos años en el barrio San Roque, la misma en donde yo, con
menos de 10 años, me iba a bajar
mangos y nísperos de los palos
que habían en el patio, había sido rematada.
Era una casa grande que quedaba en la calle España, en la mitad de la cuadra. En sus rincones, me dicen los vecinos aun se escucha el eco de Lucilita cantando con esa voz
maravillosa letras melancólicas
y románticas. La casa la compro una polaca de dudosa reputación, pero que gracias
a esos títulos que cualquiera recibe
en Barranquilla, la volvieron “matrona”
y también abusiva, pues , sin respetar las normas
que protegen el patrimonio
arquitectónico de la ciudad, tan pronto como adquirió el titulo, dijo que con buenas palacas e influencia, lograría que en menos de lo que canta un gallo, un
curador le aprobaría la demolición de
la casa para en su lugar, construir un
edificio moderno donde funcionaría
un prospero negocio de “comidas rápidas”.
Mi madrina solo se enteró de aquella tragedia, o sea, del remate de la casa, la orden del curador y los planes de la polaca, un día a la hora del almuerzo. Recuerdo que estábamos en la mesa del patio, bajo el palo
que ella había sembrado 20 años antes y
ella no quiso almorzar porque
leía la sección de clasificados
de un periódico.
Mama Lola, quien la conocía lo suficiente la
miraba desde el otro lado de la
cabecera y, apenas le vio la cara de desconsuelo, enseguida dejó de comer. Atravesó
los cubiertos sobre el plato hondo y se puso con tristeza a arreglar en silencio el borde del mantel. Después cuando la
vio levantarse de la mesa y guardar
el periódico en la bolsa de costura, le preguntó: ¿qué pasa? y
ella, asustada, con la respiración agitada y voz
entrecortada dijo: “antes que me digan tuerta, me asomo a la puerta” y salió
corriendo. A las dos horas consiguió
dos carpas de lona, remendadas, que le regalaron en una embotelladora de
gaseosas, las abrió en un lote baldío,
por los lados del cementerio Universal y allí
vivió hasta la semana pasada cuando la
encontraron; bajo de un palo de matarratón, con su vieja cartera de charol entre sus
manos tirada en el piso mientras la
brisa fresca que venia del rio movía débilmente la flor que tenía en la
cabeza. Los perros callejeros la
miraban a prudente distancia, mientras que un joven con un “cartapacio” de papeles bajo el brazo, se le acercaba con
desconcierto …