martes, 13 de noviembre de 2012


EL DIA QUE REMATARON  UNA CASA
Raúl Mestre
Desde hacía mucho tiempo   mi madrina Lucilita,  se había  quedado  en la calle, la casa donde  vivió por muchos años en el barrio  San Roque,  la misma  en donde  yo,  con menos de 10 años,  me iba  a bajar   mangos y nísperos de los palos que habían en el patio,  había sido   rematada.  Era  una casa grande   que quedaba en la calle España, en la  mitad de la cuadra.  En sus rincones, me dicen los vecinos  aun se escucha el eco de Lucilita cantando  con esa voz  maravillosa   letras melancólicas y románticas. La casa la compro  una  polaca de dudosa reputación, pero  que gracias a esos títulos  que cualquiera recibe en  Barranquilla, la volvieron  “matrona”  y también abusiva, pues ,    sin respetar  las normas que protegen el  patrimonio arquitectónico de la ciudad, tan pronto como adquirió el titulo,  dijo que  con buenas palacas e influencia, lograría  que en menos de lo que canta un gallo, un curador le aprobaría   la demolición de la casa   para  en su lugar, construir  un  edificio moderno donde  funcionaría un prospero  negocio de “comidas rápidas”.  Mi madrina solo  se enteró  de aquella tragedia, o sea,  del remate de la casa, la orden del  curador  y los planes de la polaca, un día a la hora del almuerzo. Recuerdo que     estábamos en la mesa del patio, bajo el palo que ella había sembrado 20 años antes y  ella no quiso almorzar porque  leía la   sección de clasificados de un periódico. Mama Lola, quien  la conocía lo  suficiente  la  miraba  desde el otro lado de la cabecera y, apenas le vio la cara de desconsuelo, enseguida dejó de comer. Atravesó los cubiertos sobre el plato hondo y se puso con tristeza a arreglar  en silencio el borde del mantel. Después  cuando  la vio   levantarse  de la mesa  y  guardar  el periódico en la bolsa de costura, le preguntó: ¿qué pasa?  y ella,  asustada, con la respiración agitada  y  voz entrecortada dijo: “antes que me digan  tuerta, me asomo a la puerta” y salió corriendo.   A las dos horas  consiguió  dos carpas de lona, remendadas, que le regalaron en una embotelladora de gaseosas, las  abrió en un lote baldío, por los lados del    cementerio Universal  y  allí vivió hasta la semana pasada cuando   la encontraron; bajo  de  un palo de matarratón,  con su vieja cartera de charol entre sus manos tirada en el piso mientras  la brisa fresca que venia  del rio  movía débilmente la flor que tenía en la cabeza.  Los perros callejeros  la  miraban  a prudente distancia, mientras que un joven con un “cartapacio” de papeles   bajo el brazo, se le acercaba con desconcierto …